sábado, 13 de septiembre de 2008

Historias Lovecraftnianas

Inauguro una columna quincenal. Es bien sabido la afición del escriba por la dinámica literaria de H.P. Lovecraft, por tanto desarrollaré en relatos breves lo que sus escritos me provocan, siguiendo su estilo (en esencia). Primera entrega:


Theodore Jemyn

Por Ismael Martínez


Pronto se da uno cuenta de lo difícil que es convencer a otra persona cuando su instrucción se limita a la ciencia cotidiana. Es doloroso descubrir la incapacidad de razonamiento metafísico de la mayoría. El miedo a lo formidable, la palabra “fantasía” como eufemismo impera, es sin embargo sólo una reconfortante máscara.


Theodore Jemyn supo qué hacer en el momento justo de la vida. Tomó la decisión más adecuada, la única no racional, optó por el camino impredecible de la condición humana. El horror. Para la gente que lo conoció fue sólo otro místico deschavetado, un loco peculiar pero definitivamente ordinario. Él se encargaría de demostrar lo contrario, un día de navidad, ante la mirada atónita del pueblo, se prendió fuego sin sufrir quemaduras. A excepción mía, nadie lo volvió a ver jamás.


Theodore nació un 4 de julio de hace 28 años. Su madre murió al parirlo, no pudo soportar traer al mundo semejante criatura. Nunca conocí al padre, sólo supe que le llamaban “mono blanco” y que su familia provenía del norte de Irlanda.


Theodore escribía ya a los cuatro años bellas e inocentes redondillas a la usanza medieval. A los ocho se proclamó vencedor del torneo local de ajedrez rápido y al cumplir quince dejó la escuela por falta de interés, “no llegaré a ninguna parte estudiando cálculo euclidiano y repasando poetas ordinarios” me decía. Pronto desarrolló su propia disciplina, combinó las artes de la alquimia con sus retorcidas nociones teológicas…


He llegado a un punto del relato donde no puedo permitirme describir con exactitud lo que presencié, mitad pudor mitad incredulidad. El día en que Theodore Jemyn celebró la mayoría de edad vivía ya solo y se ganaba la vida con orfebrería. Me citó en la esquina sur de la gran plaza porque deseaba comprar cirios ya que la luz eléctrica le enrojecía violentamente los ojos. Fue entonces cuando me reveló sus planes. Enmudecí un par de minutos buscando la mentira en su mirada, nunca le había observado un rictus tan serio, había adelgazado notablemente y sus muñecas lucían tan débiles que resultaba increíble verlo forjar metales.


Llegamos al cementerio norte ya entrada la noche. Theodore me pidió cerrar los ojos y permanecer inmóvil. Un increíble concierto de susurros espantosos juguetearon por horas en mis oídos, perdí el sentido. Cuando desperté encadenado y desnudo, dos semanas después, presencié el horror… no recuerdo nada más.