viernes, 10 de octubre de 2008

Historias Lovecraftnianas II

Debido a la carga de trabajo que ahora mantengo, la columna será mensual.

Arkham house

Por Ismael Martínez

I

El soberano bien, este bien absoluto al cual no es posible añadir ni quitar nada, no puede encontrarse más que en la inmortalidad que nos saca de la esclavitud. Los principios de la religión nos hacen conocer el fin para que nosotros existamos, y la virtud nos pone en el camino que debe conducirnos. Ser feliz e inmortal: éste es pues el término soberano.

Lactancio


Mi tío Randolph me había contado su historia, mejor dicho, todas ellas. Sobre el amigo que abandonó en aquella cripta en Providence, el majestuoso sabueso alado, la llave plateada, el músico desaparecido en el viento, todo.


Jamás le creí. No tenía por qué hacerlo. Se comportaba siempre de forma extraña, temblaba con cualquier brisa, se paralizaba con el aullido nocturno de los perros, sufría insomnes pesadillas. Todo eso lo tenía prematuramente envejecido, como si fuerzas de otro mundo hubieran secuestrado su candor… casi podía verse el grillete en su alma. Pese a todo nunca fue violento, maleducado o esquizofrénico.


Hace dos meses su temple cambió, súbita y sorpresivamente. Dejo de dormir por completo. Se le veía en el claro de la cabaña a media madrugada, con los ojos encendidos. Parecía en trance. En dichos episodios podía mantener extraordinarios debates sobre filosofía y religión. Citaba a Lactancio en latín: "Efficiunt Daemones, ut quae non sunt, sic tamen quasi sint, conspicienda hominibus exhibeant", "Consiguen los espíritus que las cosas que no son, sin embargo, se muestren ante los hombres como si existieran" repetía. Parecía trabajar en su mente, convencerse.


El resto de la familia Carter lo abandonó por completo. Decidieron matricularlo en Arkham House, una horrible casa de locos. Un lugar donde sólo empeoraría.


Me dejaron visitarlo dos veces por semana. Argumenté un profundo apego emocional con valor psiquiátrico. -Me interesa su mente- dije arcando las cejas un día de navidad que me impedían verle. Aquel veinticinco de diciembre cargué con la pesada llave plateada. Se la llevé con la esperanza de encontrar lucidez en su mirada. No me reconoció, sus pupilas se trasparentaban. Acerqué la llave frente a su nariz. No debí hacerlo.


Una sombra enorme cubrió el cielo. Randolph introdujo la llave en su pecho, bajo la tetilla izquierda. Quedé ciego...


Continuará…


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