miércoles, 26 de noviembre de 2008

Columna golondrina…

Empezamos un nuevo proyecto, escritos de colegas y amigos que provocan el sentido libre de la literatura.


Don gripe y sus ero-vídeos, la ávida pezuña, la escama perdida; el tierno aguacate apretujado, gelatina contraída; la institutriz carnal primeriza, la emoción descarnada, el monopolio secundario del sexo...


Un cuento envolvente, centrípeto, digno… Primera entrega:



Válery, dos por treinta

Por Enrique Z. Álvarez


Me encuentro solo. Hoy es un día donde no finjo ser el tipo que todos los miércoles lleva a su novia al cine. Donde no tengo que ser el amigo que todos los viernes invita las rondas de cerveza en los bares. Hoy no. Hoy me olvido de hablarle a mis compañeras o a las amigas de mi novia para salir, aparentar estar ebrio y terminar cogiendo en la oscuridad de la calle o, en el mejor de los casos, en su coche o en un hotelucho barato. Hoy no es día para eso.


Mi novia cena con sus padres, mientras yo desperdicio mi vida en la oscuridad de la sala, preguntándome por qué un miserable como yo tiene tanta suerte. Muchos quisieran mi vida: una carrera notable, un salario que me permite darme lujos y una relación envidiablemente estable. Yo: niño prodigio de la riqueza material y la miseria humana.


Soy afortunado, mi trabajo es ver y criticar cine. Es lo único que se hacer. Se me ha reconocido por hacer comentarios de lo que yo considero mi más divertido pasatiempo. Mi columna es bien pagada y además me he ganado un espacio en el círculo intelectual. Es una broma.


Esto no es el problema. Lo que en verdad me inquieta es mi novia: una joven belleza de mujer, una publicista exitosa que me adora ciega y gratuitamente. No la merezco. Cree que tiene futuro conmigo y sin embargo, no logro serle fiel. La mantengo con palabras bonitas, románticos paseos y un sexo tierno, suave y respetuoso. Todo un caballero, ¿no? Pero mientras ella habla sobre mí y me presume como un intelectual con un futuro prometedor, yo hojeo la Sección Amarilla en busca de compañía.


Observo aquella mesita de madera con manchas circulares de cafeína y residuos de comida. La misma que se detiene con un pedazo de papel doblado en una de sus patas. Recuerdo ese día: estaba con la mejor amiga de Lore, mi novia, y lo medio hicimos tan rápida y salvajemente que terminamos golpeándonos en la mesa, caímos al suelo, agotados y riéndonos a carcajadas. La llamé Daisy, mientras Daisy, la perrita que me regaló Lore, nos miraba desde la puerta de mi cuarto.


Hago a un lado el cenicero desbordante de cenizas y chicles de menta. Encuentro un anuncio tan falso como yo: “Masajes ejecutivos a domicilio”. Entre iguales se reconoce la mentira. Es un celular. Tomo el teléfono. Marco el número. Escucho el tono una vez y cuelgo. Todavía dudo. Todavía tengo miedo como la primera vez. Me burlo de mi mismo, doy una chupada a mi cigarro y vuelvo a llamar. Espero el tono, suena un par de veces y contestan:


- ¿Hola?


Es una voz tierna e infantil. Creí haberme equivocado, cuando escucho al fondo un murmullo constante, el golpeteo de copas y ruidosas carcajadas. Seguro está en un bar. Entonces respondo:


- Sí… –vuelvo a dudar– hablo para lo del servicio.

- Cuatro mil pesos, en efectivo, que incluye motivación oral y la relación. No incluye taxi, ni habitación, ni protección. Máximo una hora.


La voz inocente y casi escolar se esfuma dándole lugar al discurso imperativo, simple y concreto del comercio sexual. Me conmueve. Me excita. Imagino a la clásica colegiala experimentada que me enseña a detalle la profundidad de los placeres bajos.


Me pregunto con qué clase de estirado estará cenando. ¿Se bañará antes de venir? Cuatro mil pesos… ¿son dos o tres columnas? ¡Qué importa! Puedo pagarlo.


Retomo las negociaciones. Le doy la dirección del departamento y le propongo que compre la mejor botella de scotch que encuentre en el camino.


- Ok –contesta–, entonces nos vemos por allá. Llego en…

- Oye… –la interrumpo con violencia.

- ¿Qué pasó?


De pronto sólo se escucharon los sonidos de cantina. Nuevamente la imagen de una faldita escocesa sobre la ternura de unos suaves muslos se dibuja en mi mente. Recuerdo a Valeria, Válery para los cuates. Mis inicios en el ambiente carnal. El primer acercamiento al cuerpo ajeno.


La conocí en la secundaria. Estábamos en el grupo A, del primer año. El salón, dividido en cuatro filas de diez asientos, cada una, se encontraba al final del pasillo, lejos de la dirección y la sala de maestros. Nadie se enteraba de lo que pasaba ahí.


Yo me sentaba en el rincón más lejano del salón. Justo en la zona donde se reunía la crema y nata de la miseria intelectual del Instituto. Todo un ejército de tipos indeseables se encontraba ahí: a mi izquierda el Cochiloco; frente a él, el Moco y luego el Flemas; en la tercera fila el Chale y el Bebé; delante de mí se sentaba Válery y después Mary, la alumna ejemplar y abanderada de la escolta.


Todo empezó un día en que el Moco llevó una baraja porno. A escondidas nos pasábamos las cartas, mientras la profesora de Cultura Cívica y Ética, una pelota parlante con arrugas, comentaba sobre cómo el libro “Caldo de pollo para el alma” le cambió la vida. La maestra Susy estaba tan ciega y sorda que no se percataba de nada y creía que todo el mundo estaba atento.


Entonces el Chale agarró por los hombros al Bebé y simulaba un apareamiento salvaje, a pesar de las bancas. Aun con el forcejeo inútil del Bebé, el Chale continuaba con sus movimientos pélvicos pendulares, tal y como lo habíamos visto en los videos eróticos en la Nariz, es decir, la casa del Moco, donde Don Gripe, su papá, tenía una numerosa colección de éstos en formato VHS.


Todos reíamos como estúpidos, mientras Mary nos veía con desprecio y asco. Válery, por su parte, nos miraba con indiferencia y lástima.


- ¿Qué onda Válery –dijo Cochiloco, sin medir las consecuencias de sus palabras– me dejas agarrarte una chichi?

- No te atreves, güey –contestó ella, ante la sorpresa de todos. Un siseo serpenteaba por toda el aula.

- ¡Yyyy, güey! Te está retando, Cochi –intervino el Flemas, animándole.

- Sí me atrevo. A ver, dame chance güey –me dijo Cochiloco.


Cambiamos de banca. Todos “los del rincón” estábamos atentos. Válery permanecía inmóvil, mientras Cochiloco la miraba amenazante. Una mano porcina y demente se aproximaba al pecho de Válery, cuando ésta la detuvo.


- Espera –le dijo–, son veinte pesos.

- ¡No mames, Válery –se quejó Cochiloco, tomándose las bolsas–, no traigo lana.

- Pues si quieres, güey. Si no, nel.


Cochiloco estaba en un dilema. Tenía que elegir entre su torta de jamón, el billar y la combi, y una frotada de seno. Un tanto resignado se decidió por lo segundo.


- Pus órale –le dijo, tendiéndole un par de billetes con la imagen de Zapata. Válery los tomó verificando su autenticidad y los guardó en su monedero.

- Hagan “casita” –nos ordenó y dirigiéndose a Mary, le dijo: Tú vigila que no venga nadie.


Mary estaba muerta de pánico. Yo me preguntaba por qué ella no era como Válery y esperaba que algún día aflojara. Después lo haría y por mucho menos. Pero entonces, nosotros nos alineamos en una barrera infranqueable, argumentando que estábamos discutiendo el libro en equipo.


- Vas, rápido –dijo Válery.


La pezuña esquizofrénica temblaba frenéticamente al acercarse al busto de Válery. Lo tomó. Lo apretujó como si comprobara la madurez de un aguacate y lo movía en círculos lentamente. Todos observábamos en suspenso y con la boca abierta. Cochiloco se mordía los labios. Válery no expresaba nada, se mantenía inmutable.


- Ya. Ya estuvo –dijo Válery, quitándose de encima la mano de Cochiloco.

- ¡No, Válery, aguanta, un poquito más! –chilló Cochiloco.

- Si quieres más, paga.


En eso una criatura atravesó el muro que formábamos y una vocecilla se escuchó casi desde el suelo. Era el Bebé:


- ¿Cuánto cobras? –preguntó.

- Veinte pesos, las dos por treinta.


Desde entonces la llamaríamos “Válery, dos por treinta”. Todos los días tenía clientes y yo, como era el más cercano a ella, me encargaba de cobrarles y designar turnos. A veces me aprovechaba de ello y les pedía más dinero, “alitas” o que me hicieran tareas a cambio de que pasaran primero. El mayor consumidor de aquel moreno, robusto y peludo cuerpo era el Bebé, a pesar de que tenía que estirarse lo suficiente para alcanzar los obesos y recaídos senos. La verdad, obtuve grandes beneficios gracias a la amistad con Válery.


Pronto la economía de Válery mejoró. El nuevo esmalte negro que utilizaba en sus uñas ya no duraba horas, sino un par de días. En pocas semanas se le vio empolvada. Al mes una penetrante fragancia anunciaba su presencia y se maquillaba más, y aún peor.


También los servicios de Válery aumentaron en variedad. No sólo eran las manoseadas, sino que se agregaron las metidas de mano, el sexo oral y después se acostaba con quien le llegara al precio. Y no eran pocos.


A finales del segundo año, “Válery, dos por treinta” era ya toda una leyenda viviente. Su campo de acción abarcaba no sólo nuestra generación, sino la anterior e incluso la de recién ingreso. Era casi un monopolio y yo continuaba en mi papel de intermediario. Sin embargo, a mediados del tercer año, Válery ya había pasado de moda y comenzó una relación formal con el Moco. Nunca supimos por qué hizo tal cosa.


Cuando terminó la secundaria me fui a vivir a la ciudad y ya no supe más de “los del rincón”. Un verano regresé al pueblo y reconocí el rostro infantil de una gigantesca mole humana. Era el Bebezote. De aquella conversación sólo obtuve dos cosas: un intenso dolor de cuello por mirarlo a los ojos mientras platicábamos y la sorpresa de que el Flemas también anduvo con la Válery. “Lo bueno es que quedó entre familia, ¿no?”, le comenté, puesto que el Flemas y el Moco eran primos. Esto fue lo último que supe de ellos. Pero jamás olvidaré aquella época donde unos infantes inexpertos se divertían con una sensual masa gelatinosa que les causaba placer.


De pronto escucho una voz en la lejanía que me grita desesperada y con insistencia.


- ¡¿Hola?! ¿Sigues ahí?

Era la puta.

- Sí… –le contesto.

- ¿Me ibas a decir algo?

- ¿Te puedo llamar Válery?



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