Por Ismael Martínez
Max tiene ocho años. Es un niño activo, despierto, inteligente. Tiene, sin embargo, graves problemas en la escuela. Su comportamiento no es del todo aceptable. Siempre curioso, a ratos cariñoso, a ratos insoportable, sus emociones parecen fuera de tono.
Y es que Max se siente profundamente solo. Su hermana mayor ha sido secuestrada por los intereses hormonales propios de la adolescencia y la atención de su madre se comparte ya no sólo con el trabajo diario sino con la relación que ésta ha comenzado con otro hombre, uno que no es su padre.
Una noche, vestido con su pijama favorita con forma de bestia salvaje, Max sale de su alcoba emocionado en busca de su madre, quiere mostrarle la fortaleza acolchonada que ha construido para ellos. El niño baja, baja de a poco las escaleras rumbo a la sala y es ahí donde lo ve a él besándose con ella.
Todo de pronto se acelera. La soledad ya no es tristeza, es cólera. Max arruina el momento romántico y construye una monumental rabieta. La madre intenta razonar pero Max está hecho una fiera. Un regaño, un bofetón y acto seguido el niño huye de la usurpada vivienda. Pronto llega a un parque en la ribera del lago donde abordará un bote hacia un bosque fantástico ideado por su imaginación donde, en compañía de una caótica sociedad de extrañas creaturas, habrá de comprender la regla primordial de la vida en compañía.
Donde viven los monstruos (Where The Wild Things Are, Spike Jonze, 2009) es una de esas pocas adaptaciones nominales que resultan alentadoras. Claro, ésta no viene de los nefastos traductores de marquesina sino desde los finados editores literarios porque, como en el ochenta por ciento del cine decente que produce Hollywood en nuestros días, la cinta tiene un claro precedente literario.
Honda, tanto como la psique humana, Donde viven los monstruos es una historia de ajustes personales, una de esas donde cada cual puede sacar libres impresiones porque la trama hace referencia directa a los monstruos internos que habitan en el alma humana. Tiene, sin embargo, sus detractores, a muchos pudo parecerles incluso falta de sustancia, demasiado dubitativa. Es válido no sentirse conectado con una trama tan psicológica, tan intimista.
La cinta resulta una fuerte reivindicación sobre la madurez de la infancia, el como un niño descubre por sí mismo que su especificidad libertaria no tiene por qué ser agreste con el mundo que le rodea, que el comportamiento sugerido deviene del ineludible pacto social convenido, que las travesuras no son divertidas para todos, y que la creatividad no destruye sino trasciende, escala.
Donde viven los monstruos es adaptación del homónimo libro infantil publicado por el autor neoyorkino Maurice Sendak en 1963. Uno, por cierto, de los más reconocidos y apreciados por los infantes estadounidenses. Es tal vez por aquella melancolía compatriota que Karen O, vocalista de los Yeah Yeah Yeahs, quien se criara en dicha ciudad estadounidense, escribió la totalidad de la bellísima banda sonora, uno de los puntos fuertes de la cinta junto con la impecable dirección de arte y la preponderancia del maquillaje sobre la animación por computadora.
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