Érase una vez un ser humano que nació oliendo a tierra campesina en una aldea desheredada y que murió de frente al mar, 87 años después, habiendo aprendido a hablar con el mundo por escrito, y a preguntarle a Dios de tú a tú por su existencia. Encontró respuesta a ambas querellas, pero la segunda, que le ha llegado hoy, llega cuando ya no podía ser compartida con ninguno, ni por escrito ni de forma alguna. José Saramago ha muerto hoy, 18 de junio, en Tías, Lanzarote, su edén disfrazado de exilio, el templo de silencios, ventanas, papel y tazas de café que compartió con Pilar del Río, su traductora y compañera, hasta hace unas horas.
Saramago murió la muerte que él habría escrito a la mañana siguiente si por primera vez no hubiera sido ella quien dijera punto y queda, y no él. Muerte serena, mínima, callada, cotidiana y absoluta, merecida, con el permiso de alguno a quien el adjetivo le parezca abusar de poco tacto o de ironía, que no la tiene.
No hace muchos años que, haya sido caminando por la playa, al despertar, viendo TV o después de estornudar, tuvo una idea, visión, recuerdo, o como quiera que se llame lo que se tiene justo antes de escribir. Resulta que un día, el mundo era tan mundo como el nuestro y al día siguiente no moría nadie. Ni el día después, ni el que le sigue, ni esa semana, ni la otra. Hoy parece que Don José escribía aquello para enseñarse a sí mismo a morir y a despedirse con el tiempo suficiente, para que a nadie sorprendieran las prisas.
Omar Figueroa Turcios, excelente monero colombiano, le dedicó este cartón a Saramago por su libro El viaje del Elefante en mayo de 2009. Qué dicho trabajo sirva ahora de icónica muestra de respeto a uno de los más grandes exponentes de las letras lusitanas de todos los tiempos.
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