En cualquier lengua, en mayor o menor medida viven frases, expresiones y palabras que han sido desgastadas y limadas por el uso hasta vaciarse de significado y volverse irreconocibles de tan banales: Una, “La noche es joven”, oración que así como es de simple en su construcción, se revela complejísima en las resonancias de significado que carga. Ese “La” como primer dardo nos está otorgando la primera condición: La belleza de un femenino singular, “La ¿Qué? La noche”, que en ese encadenamiento casi imperceptible de artículo y sustantivo se descubre a la vez como mujer, como tiempo y como idea. Pero en seguida y sin avisar se nos presenta un “es”, forma bastante dura e insolente del verbo “ser” que declara sin contemplaciones que nuestra noche ni “parece” ni “aparenta” sino que ES, sin más. ¿Y qué es? Joven, enuncia nuestra frase, por lo que podemos deducir, si confiamos en la cacareada lógica, que decir “La noche es joven” equivale, mentalmente, a una mujer, casi niña, dormida y cubierta de tiempo.
Vamos a quedarnos entonces con esa imagen porque justo esa noche, la joven, la mujer, fue la detonante, durante el siglo del romanticismo, de aquella oleada universal de cantos frenéticos y sensoriales a la naturaleza, a la muerte y a la noche como alegoría de ambas cosas. De esos años, el siglo XVIII, datan los Himnos a la noche de Novalis, los Pensamientos nocturnos de Edward Young y las Noches Lúgubres de José Cadalso. Noche, noche, noche por todos lados, en las celebraciones a la vida, en los lamentos fúnebres, en el romance, en la tragedia, en la danza, en la pintura y en las semillas del género musical que después iba a ser bautizado como Nocturno y que no podía tener mejor nombre. Escribe Goethe, justo en estos años, que “La noche es la mitad de la vida, y es la mejor mitad”.
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